viernes, 28 de diciembre de 2012

Dulces consecuencias: capítulo seis.




Maya sonrió suavemente y el espejo le devolvió el gesto.

Había despertado de buen humor.

Hacía un día precioso: el cielo estaba despejado y de un profundo azul celeste, como las pacíficas aguas del lago del parque principal. La brisa estival, que olía deliciosamente a pino y cloro, cortesía de la inauguración de la piscina de los Williams, agitaba la delgada cortina blanca que colgaba del ventanuco del baño, y el sol se alzaba en lo más alto como una enorme bola de discoteca naranja, inundando de calor el valle y el pequeño pueblo.

El almanaque de cartón que el señor Randall les regalaba todos los años con publicidad de su negocio de fontanería, marcaba en rojo el único día en que Maya no tenía que trabajar, o más bien esclavizarse, pues la definición de trabajo no encajaba del todo con los quehaceres de la adolescente. Sin embargo debía admitir que también tenía sus regalías: su piel estaba adquiriendo un bonito tono dorado cremoso que hacía resaltar sus ojos y el esfuerzo comenzaba a transformarse en una agradable tonificación muscular.

Pero poder disfrutar de un día libre era el hecho más notable del casi último mes de la vida de Maya y ella lo agradecía, por supuesto. Aunque no era solo el fantástico clima o el exquisito aroma a verano lo que había puesto la guinda a su mejorado ánimo.

Nel Molina, su mejor amiga desde que tenía uso de razón, volvía a estar a su lado, al pie del cañón. y eso no tenía precio. Juntas se habían dedicado a pulir el suelo de la cocina de los Conelly con los restos despellejados de Dylan Malone, para después pasar a temas muchísimo más interesantes.

Como su futura cita con Carl Scott, por ejemplo.

Maya se peinó el cabello con los dedos y se aplicó un poco de gloss transparente en los labios.

Estaba impaciente por salir con el único chico que había sido capaz de colarse hasta en sus sueños. 

El primero sí, pero no el único,  se corrigió con rabia contenida, aunque prefería jugar con una serpiente venenosa antes de admitir que últimamente el paleto de Malone aparecía en sus sueños con una frecuencia alarmante.

Apretó los dientes y se negó a dejarse arrastrar por ese tema. Tenía otros mucho más deseables sobre los que divagar.

La noche anterior, su madre había llegado a casa con una gran porción de tarta para ella y para Adam, una pequeña muestra de amabilidad que le sentó casi mejor que la larga y relajante ducha de la que había disfrutado esa mañana.

Las cosas por fin comienzan a mejorar, se dijo.

Era cierto que sobre sus hombros pesaban aún ciertas preocupaciones; el tema dinero era una de ellas, una muy grave. La posibilidad frustrada de ayudar a su pequeña familia consiguiendo un trabajo de verano, todavía le escocía lo suficiente como para permanecer alerta y preparada, y no descartaba la posibilidad de usar los domingos para reparar, en parte, el daño que el veredicto del juez Thomas había causado en su pasada y apacible rutina.

Incluso estaba dispuesta a sacrificar algunas horas de sueño y hacer turnos nocturnos trabajando de camarera en los pubs del centro de Lodden, pero sabía que Amanda descartaría esa posibilidad sin siquiera contemplarla. Y lamentablemente por ser menor de edad, necesitaba el permiso de su tutor legal para ello.

Maya suspiró y giró la perilla del baño. El dinero, o la falta de él en este caso, era algo terriblemente agobiante, jamás había pensado en que esos malditos papeles verdes desgastados podrían resultar un tema tan asfixiante.

En el piso de abajo la puerta de la calle rechinó al abrirse y la aguda vocecita de Adam inundó el estrecho recibidor de los Conelly.

Maya se detuvo a un paso de la escalera, a sus oídos había llegado un sonido tan exquisito como extrañado: la brillante risa de su madre. 

Bajó de dos en dos los peldaños, expectante.

Su hermano pequeño cotorreaba sin parar mientras revoloteaba de aquí para allá alrededor de la cocina.

—…!con caballos de verdad! Y Tommy Kuhn le dijo que estaba flipando, que no se lo creía para nada y que seguro que su cumpleaños era un aburrimiento para bebés…—explicaba en voz alta.

—Claro, es que Tommy es el colmo de la madurez—bromeó Maya despeinándolo.

—¡Maya! ¿A qué no sabes qué? ¡Kev Harris me ha invitado a su fiesta! Su papá va a traer un castillo inflable y acamparemos en el jardín, con hogueras y todo. Y ¡vamos a atrapar luciérnagas! —chilló saltando de un pie a otro con los ojos empañados por la fascinación. —Kev dice que sólo hay una forma de atraparlas, porque son muy escurridas

—Escurridizas—le corrigió automáticamente.

—Eso. Pero Matt, su hermano mayor, sabe cómo hacerlo y nos va a enseñar. Y ¿a qué no sabes qué más? Kev dice que tiene tres caballos y…

Adam continuó y continuó, con toda la energía y la expectación que una fiesta de cumpleaños podía producir en un niño de ocho años, pero Maya dejó de prestarle atención. 

Frunció el ceño extrañada por la cantidad de bolsas de supermercado que Amanda depositaba contra la puerta de la calle a fin de mantenerla abierta. Se asomó al porche donde estaba aparcado el vehículo familiar con el maletero abierto y atestado de compras y se sorprendió aún más cuando distinguió el atuendo de su madre.

Volvía a lucir uno de sus bonitos vestidos veraniegos, amarillo claro con diminutas flores blancas estampadas. Tenía el cabello recogido en una coleta alta y desenfadada que dejaba escapar varios mechones de cabello rizado, los delicados pies enfundados en un par de sandalias de cuña, con tiras de cuero blanco enrolladas entorno al tobillo y un juego de aros dorados colgando de las orejas.

Sin embargo había algo más, aparte del llamativo atuendo que envolvía la apariencia de Amanda y la hacía resplandecer con luz propia, pero Maya no logró distinguir exactamente qué.

Parecía haber rejuvenecido diez años de pronto.

—¿Mamá? —inquirió para sí misma por encima de la retahíla de Adam, llevándose una mano hasta la garganta.

Hacía mucho tiempo que su madre no se arreglaba, desde la muerte de Jim exactamente y sin saber por qué, Maya se sintió extrañamente indispuesta.

Jamás había pensado en ella como una mujer, sino como un ser sin pertenencia a ningún género sexual, un ente acogedor y delicado que pululaba por su casa, zurcía calcetines y preparaba sopa.

Una madre, punto.

Por eso verla así, tan radiante y llena de vitalidad, la obligó a abrir los ojos y darse cuenta de que era una mujer muy joven todavía, atractiva y por qué no, deseable.

Se estremeció.

Tragó saliva con una sensación anormal en la boca del estómago y se agachó para recoger las bolsas.

Su cabeza se llenaba de preguntas.

¿De dónde había sacado el dinero para todo aquello? ¿Por qué, en vez de caminar, parecía flotar sobre el desgastado parqué de la cocina? Y, ¿qué significaba aquella sutil y definitivamente extraña energía que emanaba del cuerpo de su madre?

El buen humor de Maya se evaporó sin ninguna razón aparente, opacado por la opresiva presencia de un mal presentimiento.

Y su intuición no falló esta vez.

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Después de almorzar escuchando las nuevas noticias de Adam, Amanda preparó una jarra de té helado e invitó a su hija a compartirlo con ella en el porche, como cuando Maya era pequeña.

—Hace días que quería hablar contigo—le dijo depositando el vaso de cristal, lleno del ambarino líquido, en el alféizar de la ventana.

—¿En serio? —preguntó Maya reticente.

Puede que la sospecha le hubiera puesto los vellos de punta, pero la oportunidad de tener una charla normal con su madre era algo tan reconfortante que prefería dejarlo pasar.

Por el momento.

—Bueno…no es ningún secreto que necesitamos dinero—empezó, sin mirar a su hija a los ojos.

Extraño comentario después del despliegue de alimentos que había ayudado a organizar, pensó Maya llevándose el vaso a los labios. Se mantuvo en silencio, a la espera, fingiendo estar muy interesada en las escasas nubes que se movían con perezosa tranquilidad en el cielo, que por cierto, de pronto ya no le parecía ni tan brillante ni tan llamativo.

—Con mi sueldo no nos llega y por desgracia, ya no tengo a nadie que me ayude con las facturas.

Maya se removió incómoda, pero Amanda no le dio tiempo a disculparse, por enésima vez.

—He decidido alquilar la habitación que nos sobra en la casa—soltó de golpe, sin anestesia ni paños calientes.

—¡¿Qué?! —chilló Maya envarada, tirándose encima la mitad del té.

Se puso en pie de un salto y miró a su madre como si hubiera perdido la cabeza.

Pero Amanda no estaba dispuesta a discutir el tema con su hija, a la que aún no perdonaba del todo.

La idea la había abordado el día anterior, cuando el doctor Grimmes le contó el último chisme local.

La cañería principal de la casa de Nick White había estallado de buenas a primeras, inundando la casa del sheriff y obligándolo a buscar urgentemente un lugar donde vivir hasta que le arreglaran el desaguisado.

Jamás habría imaginado que el pensamiento de tener a alguien ajeno a su familia viviendo en su casa se le antojara tan acertado. Era una buena manera de conseguir ingresos extras. Aunque no pensaba contarle a su hija que la determinación final llegó con la imagen de White sonriéndole a través de la ventana de la consulta donde trabajaba.

—Pero mamá…—masculló.

—Maya—la cortó Amanda tajante—, necesitamos el dinero y lo sabes.

Su tono de voz sugería que la decisión estaba tomada, que era definitiva y nada de lo que ella dijera podría hacerla cambiar de opinión.

Genial manera de arruinar lo que, había creído, sería un día perfecto.

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Maya pasó el resto del día masticando el enfado en su habitación. El sabor amargo que se adhirió a su lengua tras la conversación con su madre le había cerrado el estómago y viajaba lentamente por el resto de su cuerpo, envenenándola.

Convertir su hogar en una casa de huéspedes iba a hacer tanto ruido, o más, que una bomba nuclear en un pueblo donde una mujer viuda tenía la obligación de vestirse de negro el resto de sus días. Los Conelly iban a verse rodeados por los rumores hasta el día de su muerte.

Era deprimente.

Pero Amanda no quería entender, ni escuchar, sus razones para abolir esa ultrajante idea. Estaba empecinada en arreglar y alquilar el pequeño cuarto que había servido de desahogo para su difunto padre. 

Jim había pasado las horas muertas en esa habitación, rodeado de los otros amores de su vida: sus maquetas. Había montado planeadores y barcos en miniatura, pequeñas casas de muñecas con detalles en mármol e incluso en plata, y Maya recordaba con claridad las largas horas que había disfrutado observando la maestría con la que su padre creaba pequeñas piezas talladas, deleitándose en la delicadeza con la que sus grandes manos, toscas por el trabajo, acariciaban la madera dándole forma.

Dejar que alguien invadiera el espacio personal de Jim le resultaba insoportable. Ni siquiera era capaz de respirar con normalidad, sentía una fuerte presión en el pecho que la obligaba a jadear y había perdido el color en el rostro.

Así que la famosa teoría del caos no tenía nada que ver con aleteos de mariposas, no. Funcionaba de una forma cruel y despiadada: si metes las manos en una caja registradora, un abominable extraño invadirá tu casa y borrará, con su detestable estadía, las huellas de lo que más has amado en tu vida.

¡Maravilloso!

Aliñar la ensalada con cianuro le resultaría menos doloroso, estaba segura.

Un golpe tímido en la puerta de su habitación la obligó a apartar la mirada del techo.

Adam entró en la estancia con el cabello engominado y las manos detrás de la espalda. 

—¿Qué pasa? —le espetó incorporándose enfurruñada. Golpeó varias veces la almohada a fin de obtener algo de comodidad. Un esfuerzo inútil, por supuesto.

—¿Estas muy enfadada, hermanita?

Maya enarcó las cejas.

Adam sólo usaba apelativos cariñosos cuando quería algo.

—Sí—le dijo.

El niño avanzó un par de pasos más y le dio una suave patada a la pata de la cama.

—¿Cuánto tiempo más te va a durar el enfado? —inquirió ronco con los ojos clavados en el edredón estampado con diminutos limones y limas.

Maya bufó.

—¿Qué quieres, Adam? —atajó.

Prefería despacharlo rápidamente antes de que la carita descompuesta de su hermano hiciera estragos en su resolución de no aparecer más en público. O al menos no hasta que su madre entrara en razón.

—Es que mamá tiene turno esta noche…—balbuceó contrito. Levantó la mirada de la cama y la clavó en los ojos turbios de su hermana. —¿Me puedes llevar tú a la fiesta de Kev? —soltó de carrerilla, sin respirar siquiera.

Maya cerró los ojos.

Tenía un no rotundo en la punta de la lengua, pero el deseo de descargarse contra el objetivo más cercano perdía todo su atractivo cuando era su frágil hermano el que recibiría parte de su frustración. No podía, ni quería realmente, hacer pagar a Adam por algo en lo que no tenía ni arte ni parte.

—¿A qué hora empieza la dichosa fiesta? —exigió entre los dientes apretados.
Adam soltó un gritito de alegría.

—¡A las seis y media! Y ¿sabes qué, Maya? ¡Mamá me ha dicho que te va a prestar el coche si me llevas! Sólo tienes que dejarme en la puerta, si quieres. Y te prometo que no voy a decir ni una tontería—se trazó una cruz sobre el diminuto torso y le regaló una sonrisa enorme, destacable por el hueco que uno de sus últimos dientes de leche había dejado entre el colmillo y la paleta.

—Eso lo dudo—murmuró poniéndose en pie.

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La familia Harris vivía cerca del valle, en un basto y desahogado páramo rodeado de abundante vegetación. Tenían una casa enorme a la que se accedía a través del encantador caminito adoquinado de piedra gris clara, secundado por altos naranjos en flor. Las luces de la fiesta iluminaban el cálido atardecer del pueblo, como luciérnagas de gran tamaño contra el manto azul de terciopelo que era el cielo a esa hora del día.

Adam saltaba en el asiento del copiloto, con el cinturón de seguridad cruzado sobre su pecho y las manos empuñadas sobre el salpicadero.

Era la primera vez que pasaba la noche en una casa ajena y Maya estaba preocupada por él. Su hipersensibilidad por la poca familia que le quedaba le encrespaba los vellos de la nuca.

—Antes de que me vaya me vas a tener que prometer una cosa, Adam—pidió con la mirada clavada en la senda.

Hizo una pausa mientras llegaba a la zona de aparcamiento.

El niño no le prestó atención, tenía la nariz pegada a la ventanilla.

Maya sacó las llaves del contacto, se soltó el cinturón y bajó del coche. Se apresuró a colocarse frente a la puerta de Adam, la abrió y se agachó.

—Escúchame enano—exigió sujetándolo de la barbilla. —Tienes que jurarme que vas a portarte bien y que no vas a hacer nada que pueda traerte problemas, ¿entendido?

Su hermano se quedó quieto un momento y la miró con una seriedad poco convencional para un niño tan pequeño.

—Te lo juro, Maya—murmuró.

Maya perdió el aliento. Incorporándose lentamente lo ayudó a bajar del coche y lo acompañó hasta la entrada de la casa.

Por un momento había visto la mirada de Jim en los ojos azules de su hermano menor, la misma arruguita de concentración entre las cejas. No sabía si se debía a un gesto real en las conocidas facciones o al hecho de que llevaba todo el día pensando en su padre, pero lo cierto es que le conmovió el parecido.

Se preguntó si eso era lo que veía su madre en su rostro, si era esa la razón de que Amanda evitara mirarla durante los meses que siguieron a la muerte de Jim.

—Buenas noches—saludó la alta señora que abrió la puerta enfundada en un uniforme gris.

Tenía las sienes, ya aclaradas por un millar de canas, estiradas por el tenso moño con el que se recogía el cabello, los labios ridículamente delgados y una mueca de hastío en el rostro arrugado.

—Eh, buenas noches—imitaron Adam y Maya al unísono.

Pero no les dio tiempo a decir nada más.

Un par de piernas aparecieron en la mitad de la escalera, detrás del ama de llaves, seguidas del cuerpo larguirucho de Kev Harris, que se apresuró al encuentro de su amigo con una gran sonrisa en su rostro pálido. 

El niño usaba gafas y tenía el cabello del mismo color que la paja. Era alto para su edad y Maya siempre pensaba en él como el típico empollón.

—¡Adam has venido! ¡Mira esto! —chilló encantado señalándose un grueso cinturón de plástico negro. —¡Es el original, con la baticuerda y todo! Atento.

Abrió uno de los compartimentos del cinturón, que bailaba en torno a sus exiguas caderas, desenrolló una larga cuerda de nylon y la agitó como un látigo.

La cuerda brilló al golpear contra el pavimento y Adam rio con gusto.

—¡Qué guay! —alabó extasiado. 

—Sí, ¿verdad? No pega descargas eléctricas porque sería peligroso—explicó con madurez—pero mola mucho. Me lo ha regalado Matt.

Maya y la señora, que seguía de pie bajo el marco de la puerta, se miraron sin entender la fascinación de los pequeños por una cuerda fluorescente, aunque se abstuvieron de hacer comentarios.

—¡Vamos, vamos! Tienes que ver el castillo, es muy grande, y vas a flipar con los caballos. El mío se llama Robin y tú puedes usar a Colorado, pero no le des tarta ¿eh? La última vez Matt le dio un trozo de tarta y…

Los niños desaparecieron sin despedirse, metidos de lleno en su conversación, dejando a Maya allí plantada

—En fin—murmuró balanceándose sobre los talones de sus botas. Se sacó una hoja de papel pulcramente doblada del bolsillo trasero de los vaqueros y se la tendió a la encargada de la casona. —Aquí están los números de contacto, por favor llámeme si pasa cualquier cosa. 

La mujer asintió en silencio y cerró la puerta.

Maya se mordió la uña del pulgar, preguntándose si no habría exagerado anotando el número de la policía local, los bomberos, emergencias y el de la consulta del doctor Grimmes, además del directo de casa, el móvil de su madre, el suyo propio y el de los Williams.

Mejor prevenir que curar, se dijo.

Con reticencia apartó la vista de la zona despejada donde se llevaría a cabo la fiesta y se obligó a volver al coche.

Adam iba a estar bien, seguro.

—¿Maya? —la llamó una voz masculina.

Se quedó helada. 

Por un momento creyó que su peor pesadilla hecha carne, o sea el paleto marginal, estaba allí, pero cuando Matt Harris salió del jardín con un montón de globos oscilando por encima de su cabeza se regañó a sí misma por la chispa de alegría prohibida que había sentido.

¿Alegría? Se estaba volviendo loca de verdad.

—Hola—masculló todavía indignada con sus complicados sentimientos y por el último encuentro con el mayor de los hermanos Harris, que había tenido lugar en el parque principal de Lodden.

—Atento, parece que tu proposición le interesa—recordó.

¿Cómo podía él ser hermano del afable Kev?

Observó a Matt de arriba abajo, desde sus zapatillas desatadas, los vaqueros desgastados y caídos, la mueca peligrosa en su rostro pálido, hasta el desarreglado cabello que le caía por encima de la frente y las orejas. Todo en él gritaba que no encajaba allí, en una casa que parecía sacada de las mejores revistas de decoración, en una familia suntuosa y rodeada de lujos.

Maya lo había incluido, sin pensar mucho al respecto, en el grupo de desarrapados de Lodden, pero lo cierto era que Matt pertenecía al pequeño círculo de gente adinerada de la zona.

Círculo que, por cierto, encabezaba la familia de Carl Scott.

No entendía por qué alguien como él había terminado llamando la atención por asuntos tan escabrosos como palizas a otros jóvenes o robos en la gasolinera. Era obvio que Matt no lo había hecho por necesidad precisamente.

Lo detestó inmediatamente. 

No solo por asociación, siendo como era uno de los mejores amigos de Malone, sino por tener todo lo que ella necesitaba y no apreciarlo.

Era injusto.

—Y adiós—espetó, girando en redondo para dirigirse al coche.

Matt rio ante la postura envarada de la joven.

—¿Qué pasa? ¿Todavía me guardas rencor por lo del otro día? —le gritó. —Sólo estábamos bromeando un poco. ¿Es qué no tienes sentido del humor?

Maya se detuvo lo justo para enseñarle el dedo medio, haciéndolo reír otra vez.

Había abierto la puerta del coche cuando Matt la sujetó por el hombro con suavidad.

—No, en serio, espera—pidió amable.

A pesar de la reticencia que sentía por él y por todo su grupo, Maya accedió.

—Mira, si vas a seguir con tus bromitas ridículas yo…

—No, no—la cortó. —Escucha, te pido disculpas si te ofendí, ¿de acuerdo? No era mi intención.

Maya entrecerró los ojos con sospecha.

—¿Lo dices de verdad?

—De verdad de la buena—afirmó Matt recostándose contra la carrocería del auto. —De todas formas, ¿qué haces tú aquí? —interrogó.

—He venido a traer a Adam, mi hermano, a la fiesta de Kev—le explicó Maya relajándose apenas lo suficiente como para no resultar cortante.

Hubo un brillo especial en los ojos del joven Harris cuando escuchó su declaración. Una sonrisa sincera, plena, tiró de las comisuras de sus labios y todo su cuerpo pareció estremecerse de placer. La agresividad que Maya había creído ver en él, desapareció con su expresión de profundo agradecimiento.

—Retiro lo de rencorosa—dijo. —Gracias, Maya.

—¿Por qué?—inquirió con curiosidad.

No entendía la satisfacción que brillaba en los ojos del chico, tampoco la nota de emoción que captó en el agradecimiento.

Matt negó con la cabeza suavemente, circunspecto.

—Da igual—aseguró sin dar más explicaciones. —¿Quieres entrar? Tenemos tarta y refrescos y sé que te mueres por probar el castillo inflable.

Maya fue incapaz de no corresponder a su sonrisa.

—Me has pillado.

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No hizo falta que Matt Harris le explicara la razón de tan profunda gratitud. Maya notó instantáneamente la nota discordante en la fiesta infantil.

Estaba vacía.

No había ido nadie más que Adam, que corría con las mejillas coloradas por todo el despampanante recinto con Kev siguiéndolo a duras penas.

Lanzó una mirada disimulada a Matt, que estaba entretenido enganchando los globos de la larga barandilla del porche y suspiró.

Una vez más se daba cuenta de que las apariencias engañaban. Su curiosidad creció.

¿Por qué un niño como Kev, dulce y encantador, estaba tan solo?

Entonces recordó la verborrea de Adam en casa, las burlas de Tommy Kuhn sobre la fiesta de los Harris y cayó en la cuenta de que su apreciación anterior, viendo a Kev como el típico niño empollón  de la clase, un perdedor, no era exclusivamente personal.

Podía apostar a que la infancia de Kevin no estaba resultando fácil, y esto le dio un cristal diferente por el que poder mirar a Matt. Su presencia en la fiesta de cumpleaños de su hermano adquiría otras connotaciones. Además sintió un fiero orgullo por Adam.

Quizás no era tan inmaduro como ella pensaba.

Guau—alabó.

A pesar de la escasa asistencia se notaba que se habían esmerado preparando el cumpleaños.

La explanada estaba salpicada de largas y delgadas antorchas naturales decoradas con grandes lazos de colores. Había una pequeña carpa blanca en medio del jardín bajo la que descansaban un par de mesas atestadas de comida. Al fondo pudo distinguir a los famosos caballos, amarrados dentro de un improvisado corral y un poco más allá, a la derecha, destacaba una gran tienda de campaña roja y azul con un montoncito de maderos secos en la entrada.

Sin embargo era el castillo inflable lo que más llamaba la atención. Una monstruosidad verde y violeta que se levantaba, retorcido por grandes torretas plásticas, hacia un cielo cada vez más oscuro.

—Ha quedado bien ¿no? —murmuró Matt sin darse importancia. Aunque lo cierto era que llevaba dos días preparándolo todo.

—Es genial—asintió Maya contenta por primera vez desde la llegada de Amanda a casa.

—¡Maya! —Adam corrió hasta ella sorprendido. —¿Te vas a quedar un rato? —preguntó. Luego saltó sobre sus inquietos pies y levantó el puño en el aire, triunfal, ante la sonrisa afirmativa de su hermana. 

—Esta noche van a dormir como piedras—dijo una vez que los niños desaparecieron dentro del castillo.

—Ya lo creo—secundó Matt.

Se sentaron cerca del porche con un par de latas de refresco y un gran plato de nachos. La charla se dio de una forma natural entre ellos, como si llevaran toda la vida juntos.

Casi le pareció tan fácil como hablar con Nel.

No pudo evitar pensar en que si se había equivocado de cabo a rabo con Harris, quizás también lo había hecho con Dylan.

La posibilidad le molestaba.

Malone se había dedicado a pincharla verbalmente cada vez que había tenido oportunidad.
Pero ¿su imagen prefabricada de él, la de un tipo duro, poco inteligente y cargante, se ajustaba a lo que Dylan era en realidad?

No lo sabía. No quería saberlo.

Ya estaba bastante pendiente de él, por desgracia, como para agregarle más enigmas.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Matt cuando el silencio entre ellos se alargó más de lo correctamente normal.

Maya se llevó un nacho a la boca y masticó despacio, ganando tiempo.

—Nada grave—puntualizó. —Pero me gustaría saber algo y creo que tú puedes ayudarme.

Comió otro nacho mientras ponía las ideas en orden.

¿Debía preguntarle por Dylan? Y si lo hacía ¿hasta dónde podía llegar? ¿Sería seguro interrogar a su mejor amigo, sin esperar claro está, que Matt le contara todo en cuanto lo viera de nuevo?

Los faros de una gran camioneta iluminaron el rostro de Maya, desviándola de sus propias divagaciones.

Matt se puso en pie de un salto.

—De puta madre—dijo antes de correr hacia la pareja que bajaba del vehículo.

Si Maya había pensado que el día estaba resultando extraño, eso no fue nada comparado con el impacto que recibió al ver llegar a lo que parecían dos artistas circenses.

—¡Kev, ven! —gritó Matt. —¡Ha llegado el tragafuegos!

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Gracias por leer. Como siempre saludos a todas, espero que les guste. Y un agradecimiento especial a Ele y Eri, mis maravillosas betas.

!Os deseo un feliz año nuevo a todos/as!


11 comentarios:

  1. Wolas!!!

    Estuvo genial ^^. Sobre todo la parte en la que salio lo del alquiler de la habitacion al sheriff, eso parece confirmar ciertas sospechas que tenia con este XD.
    Y la parte de la fiesta de cumpleaños tambien me gusto bastante ^^.

    Ciao!!!

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    Respuestas
    1. Gracias! Espero que estés teniendo un buen año nuevo, besos!

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  2. Saludos!

    Como miembro de El Club de las Escritoras te escogí para entregarte el premio 'One Lovely Blog Award'. Para más información entra en la siguiente dirección: http://cafeteradeletras.blogspot.com/

    Un beso,
    Grisel R. Núñez

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  3. Mas, Mas, Mas, mas...........Ahora me has dejado mas Intrigada!

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  4. Hola, soy Arman. Me he unido a la campaña del club de las escritoras "Por un club más unido" así que ya tienes una seguidora más ;)
    Saludos!!!

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  5. Hola guapa!, pasaba a saludarte y desearte un buen inicio de semana! >.<

    Bs!

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  6. Buenas, pasaba a saludarte y de paso animarte para que participes en los II Premios del club:

    http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2013/09/ii-premios-el-club-de-las-escritoras_16.html

    Saludos y buen día!

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  7. Hola, vengo a saludarte desde el club de las escritoras, también soy miembro. Te recomiendo que pongas el gaget de seguidores en un lugar más visible que puesto al final no es tan fácil de encontrar
    Te sigo ;P

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  8. Hola, vengo a saludarte desde el club de las escritoras, también soy miembro. Te recomiendo que pongas el gaget de seguidores en un lugar más visible que puesto al final no es tan fácil de encontrar
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  9. Hola! Acabo de venir del club de las escritoras a visitarte. A partir de ahora te sigo! Mi blog es: http://misescritoscarortigosa.blogspot.com.es/ Te espero ;-)

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  10. Hola, guapa!

    Cuánto tiempo sin saber de ti!

    Tengo un nuevo concurso en el club al que perteneces. Te dejo el enlace por si te interesa:

    http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2015/01/te-gustaria-conseguir.html

    Saludos y feliz jueves!

    Pd: Si no te interesa participar pero, en cambio, sí quieres ayudarme a promover mi novela, te estaría muy agradecida si lo hiceras!

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